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La esperanza fue lo último que se perdió (o de cómo Lee Harvey Oswald habría hecho mucho más por el arte, aquel día de 1971, en la galería F Space de Santa Ana)

 

Por Marc Viaplana

 

 

El arte será ilegal o no será, así que no es, nunca ha sido o —condescendamos— fue por última vez el día que Adolf Ziegler, ¡Heil Kunst!, echó el candado a la exposición que comisarió en 1937. El arte ya no preocupa y los artistas se propagan, medran y hormiguean —sin que nada los detenga, sin que nadie los asesine (incontestable evidencia de su inocuidad)— por galerías y museos, mansos y pulcros aliviaderos levantados para embalsar y canalizar toda la estética sobrante, para la cual, de tanta pacotilla como hay, se rehabilitan y hermosean en toda Iberia antiguos presidios y viejos desolladeros, que ahora conservan arte donde antes se pudría o trinchaba carne.

Nos queda, tenue esperanza, el simulacro de lo ilegítimo (pues la parodia es ya inservible y servil), para maniobrar en ese entorno emponzoñado en el cual todo vale, esto es, no vale nada. Deleitémonos entonces con disparos que resuenan en el interior de una galería, mientras fantaseamos secretamente con agujeros de bala, pues el arte no volverá a ser, si alguna vez fue, hasta que un comisario de policía, y no uno de arte, se interese por él.

El arte no se hace; se perpetra, prefiere al coautor que al autor y detesta al inocente, así que hagámonos sospechosos de todo, pasemos a cuchillo a la musa (que nunca fue santa de nuestra conspiración) y entremos armados de buen malhumor en los tugurios del arte, donde la sedicente belleza, si no expira desfallece o acaba esterilizada.

Y ya se verá si esto es una pipa o no.